sábado, 2 de febrero de 2008

Roger Bacon

Nace en el año 1214 en Ilchester, Roger Bacon, al que la Iglesia católica habrá de honrar, andando el tiempo, nombrándole «Doctor admirabilis».

También se dan en este hombre los rasgos de erudición y de saber que tenía el gran Alberto. La ciencia de Bacon parecía universal, porque tanto se mostraba versado en las matemáticas, como en la física y la química, al igual que era un gran conocedor de la astronomía y la medicina. No hay duda tampoco de que practicaba la alquimia, el Gran Arte, como la denominaban sus adeptos.

Tantos conocimientos no impidieron –sin duda fueron la causa – que la vida de Bacon se mostrara azarosa y difícil, y que pasara gran parte de la misma en los calabozos de la Iglesia, víctima de los recelos y de la inquina de sus superiores y de distintos papas.

Roger estudió en Oxford y París, universidades que ya empezaban a brillar en Europa, y llegó a ser profesor de teología. Ingresó en la orden franciscana, y se dedicó al estudio de la filosofía, las lenguas y las ciencias.

Poco se sabe de la infancia y primera juventud de Bacon. Se cree que su familia tuvo que abandonar Inglaterra por motivos políticos, circunstancia que le obligó a ganarse la vida haciendo copias de manuscritos para los estudiantes. Fue ésta una tarea a la que se dedicó con tanta intensidad –quizás la necesidad le obligase a ello – que estuvo a punto de caer gravemente enfermo.

Su innata condición de investigador fue, sin duda, la razón de su enfrentamiento con la autoridad eclesiástica. Al referirse a él, Kopp dice lo siguiente: «En una época en que todo estaba dominado por la autoridad, Bacon situó con plena conciencia el conocimiento basado en la investigación experimental, junto al que lo era a través de la autoridad». Y añade: «En aquellos tiempos en los que aún se creía en la magia, Bacon enjuició correctamente la superstición y afirmó que muchos fenómenos, algunos de los cuales se producen de forma natural, y la gran mayoría, de forma desconocida, deben ser considerados como causados por fuerzas sobrenaturales».

Probablemente, Bacon se refería, en este caso, al magnetismo. Pero es evidente que su visión científica e inquisitiva se eleva muy por encima de cuanto se admitía en su tiempo, manifestando sus opiniones con convicción y rechazando, cuando es necesario hacerlo, la autoridad establecida.

Hacia el año 1250 Bacon se encontraba en París a fin de ampliar sus conocimientos en las ciencias y artes que tanto le atraían. Allí fue donde se le concedió el título de doctor en teología. Pero, mientras prolongaba su estancia en el convento de los franciscanos, orden en la que ingresó precisamente en esas mismas fechas, se interesó profundamente por el Arte Real, es decir, por la alquimia, a la que tan gran impulso iba a dar. Se dice que fue entonces, también, cuando logró encontrar la piedra filosofal. Lo cierto es que deslumbraba a discípulos y cofrades realizando lo que se tomaba por prodigios –encender fuego mediante cristales de aumento, por ejemplo – y que no se debía más que a su profundo conocimiento de las ciencias.

Pero tanto o más ardor que el que ponía en sus experimentos lo manifestaba en persuadir a sus discípulos de que era necesario poner en tela de juicio, e incluso rechazar, las proposiciones filosóficas y los postulados metafísicos erróneos, aunque estuvieran admitidos por todos. Defendía el principio de que la forma constituye la íntima esencia del ser, y atacaba por igual a los nominalistas y a los realistas. En resumen, se enfrentaba a toda la filosofía de su tiempo. Y tal cosa era por demás peligrosa.

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